LA REVOLUCIÓN QUE NUNCA LLEGÓ
José Noé Mijangos
Cruz
En más de una ocasión se ha
dejado notar que las revoluciones deben prever lo que harán en materia de
progreso social, las etapas que lo deberían componer -como innovación política- y
las exigencias que se les reclamarían a los dirigentes ante una conducta de
aminoramiento selectivo. Los casos mayormente conocidos de revoluciones en la
historia universal, han dado cuenta que la ley de hierro de las revoluciones generalmente pasan de ideales al conformismo en las exigencias de cambio.
México, no fue la excepción en
sus dos revoluciones más visibles: la revolución de Independencia y la
revolución del siglo 20. En la primera, el criollismo generó una disputa por los hilos de
liberalismo provocados tanto por la Constitución norteamericana (revolución
jurídica), así como por la revolución francesa (revolución social). Fue una
medida de dislocación social que no alcanzó el proceso de ruptura. Viejas
estructuras y clases acaudaladas pasaron a la nación independiente sin tantos
tropiezos, y sólo por la anécdota de las masacres a inocentes, el país superó
fácilmente su convulsión social, terminando con el posicionamiento fallido de
Agustín de Iturbide al frente del nuevo Imperio.
Desde la revolución de Ayutla, se
fue perfilando un elemento integrador de lo que después vendría a darle poder
al grupo de la Reforma, con Juárez a la cabeza. Fue así como los reclamos de
las guerras pasadas por los caudillos que prosperaron en las batallas, impulsó
a Díaz a convertirse merecidamente en quien sostendría un régimen que trazó sus
miras por varias décadas.
La revolución fue de los
sonorenses, si seguimos la tesis de Aguilar Camín (La frontera nómada). Por lo
menos, algunos figuraron en el proceso revolucionario de manera espectacular.
Enemigos de Ramón Corral, segundo en la planilla de Porfirio Díaz en su enésima
reelección, atacaron los intereses de las familias pudientes aplicándoles en
Sonora “impuestos de guerra”. En el sur, la situación era artesanal, católica y
timorata. Los sonorenses, en cambio, ya contaban con elementos industriales en
sus afanes de producción agrícola (Obregón mismo era el inventor de una máquina
cosechadora). Nadie imaginaba la trascendencia de unos norteños ateos y
acostumbrados a la vida de frontera, irritando a los gringos por su paso
obligado en sus faenas campiranas.
Las odiseas del presidencialismo
mexicano, después de la expulsión de Vasconcelos en aquella elección de 1929,
trajo consigo amenazas del caudillismo de quedarse con el poder ante cualquier
pretexto que los fustigara. Nació la idea de partido único (hegemónico, dijera
Sartori), y la mezcla de sectores generó que los militares excluidos se
aglutinaran en lo que después se conocería como Partido Auténtico de la
Revolución Mexicana. De la misma traza que el Partido Popular Socialista y el Partido
Demócrata Mexicano, estas organizaciones políticas devengaron componendas en
todo el círculo vicioso que privó hasta hace unas décadas y se acostumbraron,
durante su vigencia de beneficios, a esquilmar los intereses promiscuos que el
régimen en turno lograba financiar para obtener favores personalísimos.
Los presagios de una mexicanidad
contemporánea caminaban de la mano con el campesinado, que con la Ley de
reparto agrario ni avanzaba como productora de granos, menos como granero, y
de plano, era una catástrofe como ingenio.
Así llegamos de manera tardía a
los subsidios, lucrando con las aportaciones y participaciones sociales,
devengando una medida de sostenimiento para atacar la pobreza extrema, y
favoreciendo un secuestro financiero de los órganos de control del Estado.
Twitter:@JNMIJANGOS
(Publicado en +Noticiasnet.mx Voz e Imagen de Oaxaca, 16/11/2016, p. 7A)
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